Cuento sobre veletas (o cómo las cosas se pueden ver y sentir de distinta manera).

De pequeño acostumbraba a mirar a lo alto.

Resultaba una manera de cruzar fronteras inexpugnables, al menos con la mirada.

Desde mi corta estatura me encantaba observar los tejados de las casas y soñaba con crecer tanto como para poder mirarlos sin tener tortícolis. Tan bajito me sentía pequeño y por eso admiraba el mundo que habitaba en la cima de mi ciudad, el mundo de los tejados. A veces mi padre me llevaba a una colina cercana y la visión de los tejados a mis pies me hacía sentir poderoso.

Fueron muchos años de mirar hacia arriba, de subir a la colina y escrutar la vida del techo de mi ciudad. De entre todas las cosas que conformaban ese universo había una que destacaba entre las demás, era mi favorita. Era el único habitante con movimiento en un mundo inmóvil y por ello a mi me pareció el más vital, el más interesante. Una tarde de viento sur mi padre me llevó a la colina. Hacía calor y, aquel día, la subida se hizo más dura. Ya sentados en la cima, ubicados más altos que cualquier tejado de la ciudad, sintiéndonos como dueños momentáneos de todo aquel paisaje, me tropecé con las veletas girando velozmente.

Con aquellos ojos infantiles las veletas eran algo así como las estrellas del cielo de los tejados, con la ventaja de poderse ver de día. Su brillo metálico cuando el sol lucía, sumado al vuelo de su girar empujadas por el viento las hacía también pequeños faros urbanos. Si, en general, el mundo del techo de la ciudad me resultaba fascinante, las veletas en particular me resultaban tan bellas que mi admiración trascendía del hecho de que habitaran en el mundo de encima de nuestras cabezas. Y es que una casa con una de ellas en su punto más alto me parecía algo más señorial que las demás, como si aquello le dotara de una distinción especial sobre las demás

A medida que fui creciendo mi visión sobre el mundo viajó mucho más allá de los tejados de mi barrio. Conocí poco a poco nuevos paisajes a veces bellos, otras veces duros, pero todos ellos distintos al que veía cuando era niño. Así, viajando y aprendiendo, un día supe que algunos objetos terminan adquiriendo cierta mala imagen solo porque usamos alguna de sus peculiaridades para expresarnos. Y, así, algo útil y, en ocasiones, bonito, termina reducido a una característica que usamos peyorativamente. Tenemos cierto afán en reducir, como si  necesitáramos que las cosas fueran pequeñas para poderlas manejar, como si nos fuera mejor si todo pudiera ser o bien blanco o bien negro. Veo que no solo les pasa a las cosas, sino que también a las personas.

En realidad venía a hablar de las veletas.
Ya he reconocido que siempre me han gustado allí en lo más alto de cada casa y de cada edificio mecidas por el viento.. Crecí mirando boquiabierto los tejados de las casas, buscando algún baile de una veleta y su pareja el viento.
Un día supe lo malo  que resultaba que te llamaran veleta. Me asombré mucho de su significado y lo primero que pensé es qué poco las admirabas aquel a quien se le ocurrió usarlas para describir la falta de criterio.

Quiero defenderlas.

La veleta tiene una función, es una señal que nos informa de manera puntual de la dirección del viento. Este es su sentido. Si gira no es por vagancia, ni por comodidad, sino por fidelidad a su tarea, por la dignidad de hacer aquello para lo que ha nacido. Creo que sin conocerlas se puede pensar que son un artificio de ornamento dejadas al capricho de la circulación de los aires. Se puede pensar que son superfluas, vanidosas y exhibicionistas siempre empeñadas en coronar la cima de nuestros hogares. Y ya puestos podríamos añadir que son unos seres engreídos y huraños que, además de pavonearse delante de todos, son el vivo ejemplo de la ociosidad, un mal ejemplo para los niños.

¿Cómo se puede ver lo mismo de manera tan distinta? Es tan fácil dar la vuelta a las cosas y hacerlas parecer lo que a uno le interesa que parezcan, en vez de lo que realmente son. ¿Qué hacemos buscando nuestro interés en vez de aprehender de los objetos y de las personas que nos rodean? Perdemos tanta energía en justificarnos que no nos queda suficiente para ver más allá de nuestro ombligo. Un sabio, seguramente oriental, dijo, y creo que atinadamente, que cuando un sabio señala con e dedo las estrellas el necio se queda mirando el dedo.

No me cabe la menor duda de que la forma en la que veo a todas esas veletas bailarinas, la posibilidad de me hacen ser mejor en la medida que me permiten observar la belleza, la bondad o la utilidad de una parte pequeña de lo que me rodea.

Comentarios

  1. Me encanató! ojalá nunca perdiésemos nuestra mirada de niñ@! feliz año!
    Silvina
    http://silvina-porelcaminodelasemociones.blogspot.com/

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